Desde la 07:00am esperábamos ansiosos con las mochilas apiladas en el viejo muelle de madera a Juacho Lobelo y su lancha. Para matar el tiempo, nos distraímaos tirando galletitas dentro de un enorme criadero de sábalos que se extendía contra el muelle. Con cada galletita que tocaba el agua, un mar de aletas y bocas buscando su tajada, borbollón macabro que desaparecía rápidamente sin dejar rastros de la comida bajo la verde superficie.
A esa hora de la mañana el sol ya pegaba muy fuerte dejando en siluetas todo lo que estaba hacia su lado. Canoas de pescadores llegaban rodeadas de gaviotas hasta el puertito donde los fresqueros (mayoristas de pescado), hacían buenos negocios de intermediación para satisfacer las demandas de los coquetos hoteles de Santa Marta. Entre medio de ese caos de gritos y refeljos, una de las canoas siguió de largo hacia nosotros con mansa parsimonia. Unos metros antes de llegar puede divisar la mano en alto de Juancho Lobelo, su sonrisa pícara y una enorme inscripción sobre el costado de la lacha que había conseguido: “Policía”.
Los potentes motores de la lancha a abrieron camino hacia el corazón de la inmensa cíenaga. El agua freca y un cielo sin nubes eran el marco perfecto para este día tan esperado.
Con su ojo baqueano, Juancho viró hacia la enorme pared de manglares que dibujaba la orilla justo por donde se abría un canal de no más de diez mentros de ancho. De pronto todo el enorme universo del que éramos centro se redujo a una estrecha calle de agua flanqueada por una pared de viejos árboles. Las grazas salían a nuestro encuentro y nos acompañaban durante varios metros hasta detenerse en ramas que se hundían en el agua. Tras un par de curvas cerradas se abríó un ojo en la laguna y el pequeño poblado de Buenavista quedó al descubierto. Lo recorrimos lentamente, como fantasmas de otro tiempo que atraviesan los muros de lo que fue su morada sin llamar la atención de sus actuales pobladores que no se detienen en sus tareas.
Al dejarlo atrás la emoción de estar a un paso de nuestro destino se opacaba con la desolación de la pobreza que acabábamos de ver. Un nuevo bosque de manglares ocultaba otra enorme ciénaga: la ciénaga del Pajaral. Finalmente se divisaba en el horizonre el caserío de colores con tres copas de palmeras llamado “El Morro”, más conocido como “Nueva Venecia”.
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